El 27 de Febrero de 1962 se estrenaba en Japón una película de Satoru Kobayashi titulada Niku no ichiba o Flesh Market (1962), que causaba un revuelo enorme por tres secuencias de desnudos –algunas fuentes señalan que eran siete– nunca antes vistos en las pantalla niponas.
El argumento también era peliagudo porque hablaba sin tapujos de los
negocios sucios que hervían en Roppongi, con una chica interpretada por Tamaki Katori
que se adentraba en los peores tugurios del célebre barrio de la
capital japonesa para investigar el asesinato o suicidio de su hermana.
La policía confiscó la cinta y sólo la mediación del
productor, que se comprometió a volver a montar el metraje y eliminar
los momentos obscenos, logró que los negativos no fueran quemados y que
la película se estrenase un año después sin problemas. Ahora se puede
acceder a su visionado gracias a los 21 minutos que sobreviven en el National Film Centre de Tokio.
La publicidad del suceso incitó a que la gente se acercara en masa a las salas, provocando que Flesh Market
obtuviese unos beneficios enormes de recaudación. Asimismo se encendió
la mecha que llevaría a muchos directores alternativos a seguir la
estela con proyectos similares, comenzado por los propios Kobayashi y
Katori, que estrenaban Fukazen Kekkon (1962) con un argumento provocativo en el que una mujer sufría de abstinencia sexual debido a la incapacidad de su marido.
Las productoras underground, como por ejemplo Ōkura Eiga, subrayaron más que nunca sus motivaciones exploitation,
a la par que otras nuevas nacían para subirse al carro del cine
erótico. Así, en breve, Aoi Eiga, Kokuei, Wakamatsu Pro, Million Film,
Yamabe Pro o World Eiga, entre otras, inundaban las salas
pequeñas de Shinjuku, Ginza, Ueno y Asakusa, con largometrajes
protagonizados por prostitutas o modelos de segunda fila, capaces ellas de quitarse la ropa sin pudor y de protagonizar historias violentas.
En cierto modo, la sexploitation existía en Japón desde hacía muchos años. Sin ir más lejos, tras Ōkura Eiga se encontraba el showman Ōkura Mitsugu, que se había hecho cargo de la productora Shintoho cuando esta major
estaba tocada de muerte por culpa de problemas financieros. Para
reflotar a la compañía, Ōkura ordenó a sus colaboradores que se
planificase una serie de proyectos que llevaran el estilo de Serie B de
sus películas hasta el límite; Ōkura provenía del mundo de los cabarets y
suponía que si a esos thrillers o piezas de Cine Fantástico se les añadía erotismo, el público lo agradecería enormemente.
Digamos que Ōkura fue el instigador del ero-guro
(“erotismo raro”) presente en las pantallas asiáticas en los años 50,
promoviendo por otro lado la carrera de unas meritorias actrices que
para algo fueron denominadas como flesh actresses (“las starlettes
de la carne”). Nombres como Yōko Mihara, Hisako Tsukuba, Masayo Banri,
Miyuki Takakura, o Kyōko Izumi, se mezclaron con bailarinas
profesionales para concretar esa iconografía sustentada por la Shintoho y
también por sus competidoras, la Nikkatsu y la Daiei, consistente en
secuencias en blanco y negro de tortura, sadismo o combates descocados.
Michiko Maeda merece una mención especial, en cuanto fue la encargada de protagonizar Onna shinju-ō no fukushū (The Revenge of Pearl Queen)
(1956), dirigida por Toshio Shimura. Esta película narraba la historia
de una oficinista que debido a una traición acaba en una isla habitada
únicamente por unos pocos hombres. Pronto estallará la tensión sexual
gracias a la presencia de la voluptuosa recién llegada, máxime cuando
Maeda haga esgrima de unos atributos que también causaron sensación
fuera de la pantalla.
La película homenajeaba a su manera a unas mujeres que en la vida
real vivían en ciertos pueblos de las costas niponas, sumergiéndose
todos los días en busca de perlas. Las llamadas ama, que hoy en
día forman parte ya del imaginario cultural de Japón, realizaban su
trabajo con el torso desnudo, fomentando el reclamo turístico y
aguijoneando a la gente del cine a que levantara una saga sobre ellas.
Ōkura y compañía no lo dudaron y de este modo, la cinematografía nipona
presentó una serie de thrillers erotizados y más o menos fantasiosos sobre las ama, que serían protagonizados, faltaría más, por las ya mencionadas flesh actresses.
Ōkura no logró salvar a la Shintoho de la bancarrota, sobre todo
porque fue él mismo el que le dio el toque de gracia cuando con Nobuo
Nakagawa emprendió la producción de Jigoku (1960), obra maestra del delirio visual que no recuperó en taquilla su altísimo presupuesto.
Pero nuestro amigo tampoco tardó demasiado tiempo en fundar la Ōkura
Eiga (luego OP Eiga), teniendo en mente la idea de mantener el estilo exótico de los filmes sobre las mujeres ama. Por ello, varias de las cintas que siguieron a Flesh Market, muchas alentadas por los rivales, redundaron en el erotismo tribal y ahí quedan para la posteridad clásicos del underground japonés como Jōyoku no tanima (Valley of the Lust) (1963) o su secuela Jōyoku no dōkutsu (Cave of the Lust) (1963), las dos de Kōji Seki.
La efervescencia alrededor del nuevo subgénero cinematográfico patrio
necesitaba ser tachada con una denominación. De forma curiosa, un
periodista deportivo, Minoru Murai, se había quedado prendado de las
secuencias escabrosas de Valley of the Lust, hasta el punto de que contempló como bueno el crear una especie de galardón a la escena más caliente contenida en películas venideras.
La revista para la que colaboraba, Naigai Times, ya otorgaba un premio denominado Blue Ribbon, así que Murai bautizó al suyo como Pink Ribbon y al subgénero como Pinku Eiga (“cine rosa”). En puridad, el término Pinku Eiga
no será utilizado demasiado en la industria durante los primeros años,
pues los profesionales preferirán echar mano de otras etiquetas, como
por ejemplo eroducción (erotismo y producción) o sanbyakuman eiga (“cine de 3 millones de yenes”, acaso por ser el presupuesto medio de estos filmes).
Esta narración es la versión oficial del nacimiento de un subgénero
autóctono que asombra por su rareza y que perdura en nuestros días
formalizado con otro caparazón y con otros nombres. Pero, en artículos
venideros, desentrañaremos otro tipo de influencias que marcaron también
el devenir del Pinku Eiga y que no han sido bien documentadas por ningún medio por culpa del propio y maravilloso oscurantismo que envuelve al estilo.
Takechi Tetsuji fue el primer director de cine japonés juzgado por obscenidad en su país, en un affaire
cuya polémica traspasó las fronteras niponas debido a que en el juicio
se debatieron las posibles cuestiones políticas que habían llevado al
autor al estrado.
El “problema Takechi” estalla con su siguiente película Hakujitsumu (Daydream, 1964). En aquellos momentos,
el gobierno alentó el estreno del filme en la misma inauguración de los
Juegos Olímpicos, sin saber exactamente cuál era su temática;
los mandamases deseaban mostrar al mundo que Japón había cambiado y que
se había adaptado al modelo democrático y capitalista de occidente,
contrariando la actitud bélica de antaño y también el abrazo a ciertas
costumbres misóginas que habían caracterizado a los guerreros feudales.
El argumento de Daydream adaptaba una obra de Tanizaki
Junichiro, uno de los escritores insignia del país y reconocido
aperturista, y la película producida por Daisan había sido comprada por
una major como la Shochiku, concretando que todo el proyecto formaba parte de ese planning de modernización que deseaba el gobierno.
Sin embargo, los censores se quedaron de piedra al contemplar
que Takechi Tetsuji había amplificado el aspecto obsceno de sus obras
teatrales para pervertir el texto de un Tanizaki que no tardaría en
poner el grito en el cielo. En una cinta donde gran parte del
metraje se perfila como si fuese la ensoñación del protagonista, un
muchacho que se queda prendado por los gestos de dolor que expone la
paciente de un dentista, el erotismo se apoya en las constantes establecidas por la cultura de la tortura sobre el género femenino, recuperando fantasmas del pasado.
Ríos de tinta han corrido al respecto de si el director afrontó el
filme desde un posicionamiento de crítica, sólo para crear polémica. En
realidad, los historiadores sobre Pinku Eiga
marcamos 1964 como el año donde el erotismo cinematográfico alcanza su
punto más álgido, hasta el punto de que el género contagia al resto,
abriendo a veces las fronteras y provocando que sea difícil catalogar
desde entonces muchas de las propuestas de la cinematografía patria; si
las revistas de cine acaban focalizando sus reseñas en las secuencias de
cama que casi todas las películas contienen, en un ambiente enfebrecido
donde los japoneses de la época parecen haber sido atrapados por el
mundo del sexo, se hace difícil el comprender por qué Daydream fue tomada como cabeza de turco por los gobernantes.
Curiosamente, Takechi vuelve a hacer historia cuando regresa a la
gran pantalla tras haberse refugiado en la televisión durante más de una
década. Y es que revisa su clásico Daydream para ofrecer la que se considera primera película porno japonesa, Daydream (1981),
que, para no variar, también provoca ampollas debido a los comentarios
de su protagonista, Aizome Kyoko; en puridad, la película había sido
estrenada en Japón con la típica censura de una niebla que tapa los
genitales de los actores, logrando que no se supiese si las
penetraciones eran reales o no; Aizome, la considerada con toda lógica
como primera estrella del cine pornográfico patrio, explicó que había
tenido varios orgasmos durante el rodaje, desvelando la verdadera
cualidad de la cinta.
En Alemania, Daydream fue proyectada con los insertos
pornográficos, inaugurando los viajes sexuales organizados por japoneses
para disfrutar del visionado de filmes prohibidos en su país.
Daydream fue remendada más veces, incluso de la mano de su
protagonista después del fallecimiento de Takechi. Estas versiones se
formalizaron en una época en la que en el cine mundial estallaban los booms del género fantástico enarbolado por la saga Superman o del de terror aguijoneado por el estreno de El exorcista (The Exorcist, 1973) de William Friedkin.
Takechi moriría el 26 de julio de 1988 sin haber sido recompensado por su
aportación a la lucha contra la represión artística, asimismo poco antes
de que Japón se convirtiese para cierta parte de los occidentales en
una especie de putiferio de colores y en el país que, ya en nuestros días, cuenta con la industria pornográfica más poderosa del planeta.
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