"Carlos es el sastre más prestigioso de Granada. Un hombre
respetable. Sus pasiones son el trabajo y sobre todo la comida, pero no
come cualquier cosa: se alimenta de mujeres desconocidas, con las que no
tiene ningún vínculo emocional. Esa situación cambia el día en que
conoce a Nina, una joven rumana que busca desesperadamente a su hermana
gemela, que ha desaparecido hace unos días." (FILMAFFINITY)
En el cartel promocional de la última película de Manuel Martín Cuenca, Caníbal,
se puede leer “Una historia de amor”. Y uno se podría preguntar dónde
queda el amor en una película que narra la historia de un caníbal. Pero
eso sería quedarse solo en la superficie, y a Martín Cuenca le gusta
esconder otras historias, otros guiños subyacentes que envuelven la
trama (incluso guiños visuales, como esas ventanas indiscretas que
comparten Carlos y Nina) y le dan otras lecturas.
El canibalismo es tabú para nuestra cultura, incluso en casos como los
que narraron los supervivientes del accidente del vuelo 57 de la Fuerza
Aérea Uruguaya, inmortalizado en la película Viven
(1993), dirigida por Frank Marshall. Pero es un tema que aparece en
diferentes momentos y culturas. Existieron tribus en las que se comían
el corazón de su enemigo, al que habían matado, para tomar su fuerza. Y
la literatura ha creado un sinfín de criaturas que se mueven en ese
mundo, aunque de una forma más simbólica, pues los vampiros no se comen
el cuerpo, sino que beben la sangre. Pero la idea subyacente es la
misma: en ciertas culturas se creía que la sangre o el corazón de otro
ser humano te daba poderes, te alargaba la vida… O te hacía inmortal.
De hecho, como el mismo director comenta, «el hecho de que el
canibalismo sea un tabú enorme, me hace pensar que hay algo en su
naturaleza tan cercano a nosotros que hemos decidido prohibirlo. […]
Jean Genet escribió: “El beso es la forma de la primitiva ansia de
morder, incluso de devorar…” Me pregunto qué quería decir, qué tiene que
ver la acción de devorar con un acto como el beso. Me pregunto qué
tienen que ver la destrucción y la ternura. Y me doy cuenta de que esta
película trata sobre la dialéctica entre el mal y el amor». Quizás por
eso aparece esa frase en el cartel promocional.
Recientemente, la literatura nos ha mostrado, de la mano de Dan Rhodes y sus Corazones hambrientos
una visión sobre el canibalismo tan inquietante como la que nos muestra
Martín Cuenca en esta película. La diferencia entre el primero y el
segundo es que en el libro de Rhodes, nadie mata a nadie para comérselo.
Y ahí radica la profundidad del mal que encarna Carlos, el personaje
que Antonio de la Torre borda en sobriedad y contención.
Carlos no actúa movido por un instinto de violencia, no tiene la
pinta de un predador ni de un psicópata. Es un hombre con un oficio
respetado, con una vida sencilla y que parece incluso plano. Sin
embargo, oculta esta necesidad de poseer lo que desea de una forma no
sexual: no es capaz de tener relaciones con una mujer. Necesita matarla.
Entonces se siente capaz de acariciarla, de mimarla… Y de comérsela.
Perturbador en todos los sentidos, pues cuesta mucho pensar que tras una
persona normal se puede esconder semejante monstruo. Pero he ahí el
quid: Cuenca nos está diciendo que el mal puede estar en nuestro
interior, en el de cualquiera.
Pero entonces, ¿dónde está el amor? Aparece con Nina, que viene a
buscar a su hermana gemela, a la que Carlos ha asesinado. El hecho de
que sea una hermana gemela juega un papel importante, pues es como ver
un fantasma. Carlos reconoce a su víctima en Nina, es como un espejo que
le recuerda lo que ha hecho. Y por primera vez, duda. Es la primera vez
que debe enfrentarse a lo que hace, pues tiene a un familiar de su
víctima delante. Y es igual que ella. Y esa idea le abre una puerta: ¿y
si pudiera redimirse? ¿Y si pudiera pedir perdón? Pero, ¿se puede
perdonar algo así? ¿Se puede borrar? Quizás la complejidad de lo
planteado hace que, por desgracia, el desenlace de la película falle en
muchos sentidos.
No obstante, más allá del canibalismo, más allá de la historia de amor, Caníbal
tiene un guiño, una atmósfera o un trasfondo que puede molestar a
muchos, pero que es muy significativo. La historia ocurre cerca, en
Granada. Y la trama se ve completada, acompañada por la pasión
religiosa, una religión que condena el acto carnal de fornicar, pero que
constantemente dice que participamos del cuerpo y la sangre de Cristo.
Por supuesto, es simbólico, pero es, como mínimo, un paralelismo curioso
que da que pensar.
Inés Macpherson
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