domingo, 1 de junio de 2014

Prilidiano Pueyrredón, Eduardo Sívori y Eduardo Schiaffino

Prilidiano Pueyrredón (24 de enero de 1823, Buenos Aires, Argentina - 3 de noviembre de 1870, San Isidro, Buenos Aires, Argentina) fue un destacado pintor y arquitecto argentino que realizó importantes obras de ingeniería y embellecimiento en la ciudad de Buenos Aires.

Antes de conformarse como un género estandarizado de la pintura académica, el desnudo, en el contexto del arte argentino del siglo XIX, fue un campo de tensiones y disputas. Los primeros desnudos del arte nacional, pintados por Prilidiano Pueyrredón ueron imágenes reservadas a un consumo privado, nunca expuestas públicamente hasta bien entrado el siglo XX. Sin embargo se hicieron célebres y le valieron al artista fama de extravagante y  libertino. Cuando, ya sobre el fin de siglo, otros artistas exhibieron cuadros de desnudo en Buenos Aires, despertaron grandes polémicas en los diarios y fueron considerados escandalosos.

Pero también parece evidente que Prilidiano no las pintó para contemplarlas en secreto y obtener de ellas un goce solitario. Así lo sugiere un artículo algo malicioso publicado por El Correo del Domingo en 1865. Esos cuadros, cuya fama perduró en la tradición oral de las clases altas de la ciudad, parecen haber circulado entre un círculo de jóvenes "libertinos", entre quienes se contarían Nicanor Albarellos y Santiago Calzadilla. En el retrato que Pueyrredón hizo del autor de Las beldades de mi tiempo en su propio taller, aparece, disimulado en el fondo, otro pequeño cuadro en el que pueden verse dos desnudos femeninos apenas discernibles.

Es muy probable que Eduardo Schiaffino se refiriera a Calzadilla cuando escribió, en 1910, que Pueyrredón tenía "entre sus amigos, uno que se hizo célebre por su sensualidad y la procacidad de sus bromas" y que el artista "pintó por complacerle varios desnudos ultralibertinos". El hecho es que mucho antes de conocerse tales desnudos, se habló y se escribió sobre las costumbres excéntricas del pintor y su círculo, de su intimidad con la criada que habría posado, "rarezas" tanto más atractivas cuanto se referían al hijo de un prócer.


El baño, de Prilidiano Pueyrredón, pintado en 1865, tiene un realismo marcado porque no está destinado a la exhibición pública. Es casi una escena cotidiana donde una mujer robusta se regodea en la bañera. Sonríe complacida; su sonrisa puede hablar de sensualidad o de bienestar físico dentro del agua.

Seguramente Pueyrredón, que formaba parte de la alta sociedad porteña, lo pinta para un círculo íntimo masculino. El baño es un “divertimento” para esta élite, insertada en una comunidad atildada y de vida marcada por leyes sociales severas. No es el único desnudo pintado por Pueyrredón. Solo se conocen dos: el que nos ocupa y La siesta (colección privada).

La investigadora Laura Malosetti Costa, al estudiar el tema, concluye que el realismo casi fotográfico de los desnudos de Pueyrredón se emparienta con los daguerrotipos eróticos franceses. El artista pudo haberlos conocido en París durante su estadía europea, entre 1850 y 1854, o haberlos visto en Buenos Aires, traídos por alguno de sus amigos ricos y afectos a esos gustos. Malosetti propone:

Sea como fuere, el género del desnudo es el que de modo más cabal ilustra la discriminación de género que estructuró el sistema del arte occidental por lo menos hasta los años 60 y 70. La mujer podía ser objeto de la representación pero nunca ocupar legítimamente el lugar del sujeto autor. “Menos del 3% de los artistas del Metropolitan Museum son mujeres; el 90% de los desnudos son femeninos”, denunciaban en 1983 las Guerrilla Girls en Estados Unidos. Hemos corroborado estos porcentajes en el caso de nuestro Museo Nacional de Bellas Artes y las cifras son parecidas: menos del 3% de las piezas con autor identificado son obra de artistas mujeres; el 70% de los desnudos son femeninos. 

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En el arte argentino hay una escasa tradición erótica. Sin embargo, uno de los mitos fundantes y más perdurables en la tradición nacional es una escena central de la imaginería erótica del mundo grecolatino: el rapto.

El deseo del varón bárbaro, semidesnudo y salvaje, por el cuerpo de la mujer blanca estuvo presente en los primeros mitos y relatos de la conquista americana. Lucía Miranda fue el objeto de deseo del cacique Siripo en la crónica de Ruy Díaz de Guzmán. Ella fue la protagonista de las primeras obras de teatro en Buenos Aires. Lucía era una heroína locuaz. Nos llegaron sus palabras pero no su imagen —efímera— representada una y otra vez en las tablas porteñas.

Le siguió María, la heroína romántica del poema de Esteban Echeverría, y tras ella las cautivas anónimas del desierto se multiplicaron en libros y diarios, en crónicas y leyendas. La suya repetía un relato de deseo y violencia, imagen mítica que crecía y sostenía su eficacia al calor de las guerras. Las imágenes visuales vinieron de la mano de pintores europeos, educados en la frecuentación de raptos clásicos —Helena de Troya, las Sabinas romanas, las hijas de Leucipo, Proserpina y otras—, pintadas y esculpidas desde el Renacimiento por quienes supieron sacar partido del asunto para presentar cuerpos femeninos y masculinos trabados en una lucha eterna sin palabras, rica en gestos elocuentes de deseo y terror contrapuestos: Tiziano, Giambologna, Rubens, Delacroix.




Así Rugendas, Monvoisin, Schubauer, forjaron las primeras imágenes de las cautivas de la pampa y la Araucanía, esas que llevaban los guerreros indios sobre sus caballos semisalvajes, blancas su piel y ropas, siempre luchando por desprenderse del abrazo de sus raptores. Juan Manuel Blanes y Angel Della Valle siguieron pintando, hasta el fin del siglo XIX, escenas de raptos, malones y cautivas en grandes telas que emocionaron, conmovieron y seguramente despertaron el deseo de muchos espectadores. Como el cronista del diario Sud-América que sostuvo —frente a "La vuelta del malón" de Della Valle en 1892 (hoy en Bellas Artes)—, que si él hubiese estado en lugar del indio, no una sino dos mujeres así se habría robado.

La gran tradición del desnudo femenino también ha sido muy escasa en la pintura argentina. Llegó de la mano de los jóvenes patricios que viajaron a Europa en la segunda mitad del siglo XIX y trajeron de París los refinamientos del ocio de varones ricos. Prilidiano Pueyrredón, el hijo del director Supremo, pintó al menos dos óleos de desnudos para los cuales —se dijo— posó su criada, "la Mulata".

También se dijo que la familia destruyó muchos otros, más lascivos y libertinos que los conservados. "La siesta", de 1865, representa dos mujeres en la cama (que parecen ser la misma modelo en dos poses diferentes) entregadas a un abandono sensual, representadas con un realismo minucioso e impactante. Un realismo que podría pensarse inspirado en la fotografía erótica que circulaba en estereoscopios y que aumentaban la ilusión óptica de corporeidad de lo representado.

Pero muchos otros cuadros y esculturas de desnudos circularon en Buenos Aires desde las últimas décadas del siglo XIX. Algunos de ellos comprados en Europa por ricos coleccionistas argentinos, (Aristóbulo del Valle, por ejemplo), otros pintados en Buenos Aires por artistas europeos que vinieron a instalarse, como el italiano Ignazio Manzoni.

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A diferencia del desnudo de Pueyrredón, Eduardo Sívori pinta El despertar de la criada  para la exhibición pública. Lo presentó en el Salón de París de 1887 y luego en Buenos Aires, en la Sociedad Estímulo de Bellas Artes, donde se necesitaba invitación para verla. La modelo de Sívori se aparta ostensiblemente de los cánones de belleza de la época, en la que se aceptaba el desnudo de mujeres delicadas, de cuerpos sonrosados resueltos con factura lisa. En nuestro cuadro, la paleta y la intensidad del claroscuro crean el clima de la escena en la que se adivina la estrechez de la habitación y las sórdidas condiciones en que la criada se prepara para vestirse y comenzar la jornada de rudo trabajo.

Reposo, de Eduardo Schiaffino, presenta una renovadora interpretación del género, por lo cual no fue aceptado cuando se lo expuso por primera vez. Según lo analiza Laura Malosetti Costa, está más cerca del simbolismo que del academicismo.

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Muchos de ellos fueron donados al Museo Nacional de Bellas Artes, y algunos (pocos) pueden todavía verse expuestos allí: "La Diana sorprendida" de Lefebvre, la inquietante "Ninfa Sorprendida" de Manet y algunas obras de Rodin. Otros fueron a dar a la reserva, ocultos al público, tal vez por ser demasiado académicos: la "Pandora" de Lefebvre, "Aprés le bain" de Nel Dumonchel, "Floreal" de Raphael Collin, "La toilette" de Henri Gervex entre ellos. Imágenes de un erotismo más o menos encubierto, que respondía a las exigencias del "buen gusto" y a las reglas también más o menos explícitas que consagraban ciertos desnudos en el Salón de París.

Los (pocos) desnudos pintados por argentinos y consagrados como obras maestras contrariaron de un modo u otro esas reglas. Construyeron un erotismo otro, problemático, diferente.

Pienso en "El despertar de la criada" de Eduardo Sívori, en "Reposo" de Eduardo Schiaffino, en la "Venus criolla" de Emilio Centurión. Ninguno de esos cuerpos responde al canon de belleza y sensualidad triunfante en los salones europeos. Cada una a su modo, esas imágenes discutieron aquel canon y plantearon caminos diferentes a la contemplación erótica, proponiendo al varón argentino otros cuerpos, quizás más cercanos a su experiencia cotidiana.

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http://coleccion.educ.ar/coleccion/CD29/contenido/recorridos/el_desnudo/recorridos_el_desnudo.html
http://es.wikipedia.org/wiki/Prilidiano_Pueyrred%C3%B3n
http://www.acciontv.com.ar/soca/puey/1/gene4pintor3.htm
http://www.casadelbicentenario.gob.ar/cdmujeres/contenido/imagen/imagen_desnudo.html
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1027-2003-11-02.html

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